Viaje nocturno.

Son casi las dos de la mañana. La Luna me mira desde arriba y por la ventana, pero yo aprieto los parpados unos contra otros. Mis manos cerradas con fuerza. Mis dientes mordiendo la soledad misma.
El brillo azul lunar se resbala por los vidrios del ventanal e intenta destaparme. Una lágrima seca intenta salir de mis ojos, pero no la dejo ir. No quiero mostrar mi debilidad.
La presión corre. Mi amor por ella no desaparece. La Luna y su cara pálida me tienen atrapado desde que recuerdo.
Un ojo abierto y perdí. Me doy por vencido. La veo y es más hermosa que en mis memorias y cantos dedicados a su silueta.
Unos pasos descalzos y me detengo casi inmóvil al lado de la ventana. Mis ojos, como ventanales, abiertos la anhelan. Y mis piernas, no esperan más.
Mis dedos de los pies se entierran en el pasto que crece afuera. Y escalón por escalón cada vez estoy más cerca de aquella señorita tan inusual.
Me siento en la montaña más alta de sus pómulos, y observo el polvo blanco que recubre sus labios cortados. La beso. Sonrio, y libero a la lágrima seca huerfana de destino.
Mi cuerpo se vuelve liviano como una pluma y bajo de nuevo a la realidad que me toca vivir.
Mis dedos vuelven a acariciar el césped. Mis manos vuelven a abrir la ventana. Mis brazos vuelven a acomodar las frazadas que tejió mi madre alguna vez.
Una noche que jamás escapará a mi memoria. Un deseo cumplido. Un objetivo menos.
Hoy visité a la Luna. Mañana visitaré a las estrellas...