Yo la vi.
Corriendo con el cabello suelto.
Saltando, casi flotando, por entre hojas secas de otoño melancólico.
Exhalando una libertad de colores discontinuos y fríos de aliento.
La vi, y no me la olvido nunca más.
Llevaba los pies desnudos y los lunares de la espalda anhelando acompañar a la noche que llegaba.
Sus brazos caían y se movían como vestidos bajo un mar salado de lágrimas.
La vi.
Tan pálida del terror que la abrazaba.
Terror a ser libre por primera vez.
A encarar un mundo nuevo en donde la única penumbra tenebrosa sería en el bosque inocente mientras la luna brillara llena.
Un mundo nuevo en el que las manos serían de seda, fieles madres adversarias del dolor... y no símbolos de hierro en eslabones comiendo la carne prisionera de la juventud.
La vi por última vez.
Perdiéndose entre las copas estiradas de los pinos de ultramar.
Escapando de mis brazos de acero, de mis manos gastadas, de la penumbra y del oscuro encierro en el que la contuve tanto, tanto tiempo.
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